El otro día me crucé con este chiste y me encantó, ideal para compartir.
Coca Cola nos hizo creer que destapando una bebida, en realidad destapábamos felicidad; y en esa línea, las marcas en mayor o medida han abierto la pandora de la emocionalidad para rodear a sus propuestas de valor, de componentes cada vez más emocionales. Tiene sentido: ante tanta competencia, la definición debe estar por algún lado, y que mejor que ir a nuestra parte irracional para desempatar los partidos y ganar con nuestro mensaje más elevado y emocional.
Pero …
Como todas las tendencias, tienen en sus extremos los peligros. En este caso el peligro evidente es exagerar sobre el alcance y realidad de lo que hacemos o vendemos. No todo es tan emocional, no todo tiene beneficios tan elevados, no todo nos cambia la vida, no todo da para lagrimear, conmovernos y emocionarnos.
A veces sí; pero a veces vendemos productos que solo tienen fines más específicos y racionales. Asimismo, los consumidores a veces tampoco viven con la emoción a flor de piel cuando recorren de apuro las góndolas de un super o buscan por precio aquel producto en el mundo de Internet.
Por lo tanto, está bueno entender el real alcance de nuestro marketing. No todo es tan idílico o extremo como vender felicidad: a veces, cumplir con un producto funcional alcanza (lo que no es poco).
En los últimos tiempos he notado cierta tendencia de parte de los gerentes y jefes a definir la relación con sus superiores en términos más que emocionales; donde la definición de una buena gestión, y por sobretodo las cosas, la posibilidad de permanencia en ciertos cargos dependiera casi exclusivamente de la “sensación de afecto o cariño” que se haya generado.
Como que no bastará los indicadores, KPIs u cualquier otro método de definición tirando a objetiva o imparcial: lo que importara es si el superior te quiere o no te quiere.
En ese deshojar de margaritas se va la vida; no existe sensación real de estabilidad, todo está dado por los sube y baja de los humores diarios. Y si existiera algún remanso, es cuando los gestos de afecto se hacen efectivos: y cual cachorritos cuando su amo les hace mimos, los gerentes ronronean felices cuando el cariño aparece.
Hace unos meses hablábamos con un colega sobre un viejo jefe que tuvimos en común. En su descripción, mi amigo lo describió de una forma categórica y certera: “su gran virtud era hacerte creer que te quería”. Fulminante, porque era cierto, y a mí también me pasaba con él. Pero también el recuerdo tuvo su gusto amargo: porque ese sentir era para con todos, aún con aquellos que ese cariño era evidente no real.
Entonces, cuando hablemos de liderazgo, tal vez debamos debatir más sobre esta relación de cariño entre jefes y no jefes, puntualizando más sobre la importancia creciente del amor correspondido y sobretodo de las habilidades necesarias de aquellos líderes para cristalizar en forma genuina o no estos afectos. Sabiendo que en el día a día de la gestión, son tal vez las cosas que más importan, y más dudas generan, sin tener que recurrir a margaritas para sacarnos las dudas.
En la biblia del marketing existen dos formas de presentar los productos a los consumidores: el modo “pull” donde desde el atractivo de la propuesta de valor (incluye la comunicación) se despierta el interés del consumidor y es él el que viene a adquirirlo; y el modo “push” donde la clave está en el ejercicio del vendedor y su insistencia, dado que la propuesta de valor no es suficiente en sí para generar tráfico y venta. En general, cada tipo de producto tiene el modo que mejor le cierra y conviene.
Un error común es sobreexigir el modo push. Es decir, suplir el atractivo natural de un producto (donde en época de crisis y por la menor capacidad de consumo tiende a disminuir o ser menor) con un mayor uso de la forma push de presentar los productos, forzando todo lo que se pueda para convencer a los consumidores sobre la conveniencia de comprar el producto ofrecido.
El problema de esta exageración demostrada del push, es el efecto en el discurso y la experiencia hacia el cliente. Comienza un todo vale peligroso, donde el cumplir con la meta es todo lo que importa, el resultado no mide consecuencias, el discurso se convierte agresivo y cerrado, y las opciones se vuelven asfixiantes y casi intolerables. Todo es funcional al número final (¿se alcanza el objetivo?). ¿Y el cuidado del cliente? Ummm..
En esa sobreutilización del recurso, las empresas son cómplices: los gerentes miran para otro lado, los directores solo miran el resultado final y los operativos cumplen la misión encomendada con alineación férrea. ¿Funciona? Sí, sigamos. ¿No funciona? Forcemos la máquina, aumentemos la presión, empujamos el push más allá, es por acá, no hay otra.
He sido víctima en estas últimas semanas de este push patotero. Genera cansancio, irritabilidad, enojo y fastidio. Denigra a las marcas operantes e iguala a todas para abajo. Produce sensación de ninguneo y de prescindibilidad, y lamentablmente el efecto contrario: menos consumo y más insatisfacción.
Es momento entonces de replantear nuestros modos. El push tiene límites conocidos y que es son necesarios conocer y aceptar. No todo se puede empujar, el push no es la solución a todos nuestros males. El push es un modo a cuidar y respetar: por el bien de nuestra propuesta, de nuestra marca y de nuestra relación (actual y futura) con los clientes.
Es época de alegría, reuniones, compras de último momento, brindis y emociones varias.
Pero también es época de balances y reflexiones. Si somos gerentes, podemos tomarnos unos minutos para hacernos algunas preguntas, aquellas preguntas que durante el año no tenemos tiempo, que en otros momentos del año pueden ser algo incisivas y tal vez incomodas, pero que a fin de año nos las podemos permitir y pueden llevarnos a reflexiones y aprendizajes:
¿He sido productivo?
En la época de la hipercomunicación, es probable que hayamos trabajado mucho y producido menos- la constante revisión de prioridades, alocación precisa de tiempo y el debido debate a las cosas requiere reflexión
¿He sido cómodo?
El ser gerente nos lleva a recorrer los mismos caminos trazados, cumplir las pautas y hacerlas cumplir en tiempo y forma. En ese andar, es interesante repensar también que tan cómodos fuimos o cuantos riesgos hemos sabido tomar y cuánta rebeldía nos permitimos (dentro de la necesaria y lógica)
¿He sido estratégico?
El día a día nos carcome, pero también es la perfecta excusa para no pensar más allá de la agenda táctica; mirar hoy pero también mirar el mañana debe ser algo que no debemos olvidar, aunque nos cuesta o nos consuma energías y tiempo
¿He sido humano?
En la época de puertas abiertas, de menos jerarquías, de integración y diversidad, es importante entender como hemos sido con los demás: si nos hemos mostrado como cercanos, dispuestos y accesibles, humildes y “gente”
¿He sido un ejemplo?
Nuestro rol de gerente no es sólo una mención burocrática, sino que conlleva una responsabilidad: somos líderes de personas (y así nos ven); pensar si hemos ejecutado ese cargo bien, pudiendo mostrar un camino adecuado y siendo vistos con buenos ojos y motivo de inspiración es parte de la revisión.
En definitiva, sin ser demasiado exigente con nosotros mismos, y permitiéndonos los espacios naturales para el error humano, una pequeña revisión en un momento de mayor tranquilidad e imparcialidad nos permitirá aprender, y seguramente encarar el año que viene con mayor aplomo y soltura.
No me refiero a ir a las carreras o visitar asiduamente el casino o jugar a la quiniela o lotería. Me refiero a apostar por la gente.
¿Qué gente?Gente con potencial, gente considerada con posibilidades, gente que aún parecería no estar lista y que a pesar de ella se les da la chance: una apuesta relacionada con su futuro.
En mi caso personal, tuve la suerte de contar con gerentes que desde mi temprana edad profesional han apostado en distintas estancias por mí. El Cdor. DePedro en aquella perdida sucursal bancaria, Ernesto Slapak al compartirme una búsqueda activa para ir a trabajar a otro lado siendo mi jefe, Mónica Curcio cuando me permitió ingresar al programa de Jóvenes Profesionales aún sin cumplir los requisitos mínimos; y acá más cerca en el tiempo, John Hudson al darme la oportunidad académica a pesar de no tener experiencia, o Roberto Dvoskin al apostar por mí a pesar de ciertas condiciones no favorables. La lista es larga, por suerte.
Mirandonos entonces a nosotros mismos: ¿cómo somos con relación a este tema? ¿Somos de apostar? ¿O vamos a lo seguro?
Porque la apuesta antes descrita no es gratis o fácil. Muchas veces arrastra costos que hay que asumir. Como todo riesgo, puede salir mal. Porque estamos hablando de apostar por gente, con incertidumbre y no siempre certezas. La apuesta significa “bancar” la apuesta; apostar pero acompañar, defender, mentorear y respaldar. Dar la cara, y también pedir perdón si la apuesta sale mal.
Por otro lado, y no es menor, el impulso que genera en la gente cuando se encuentra con un gerente que apuesta por ellos es impresionante; ese voto de confianza (que genera también una responsabilidad) es un enorme halago que llena de fuerza y coraje a los afortunados apostados. Que debería generar un efecto multiplicador: el que recibe la apuesta, a futuro “debería” apostar por gente, y así sucesivamente.
En definitiva, hay gerentes que apuestan por la gente, y hay gerentes que no. Ustedes, como gerentes … ¿de qué lado están?
Cuando a aquellos gerentes que supieron ser encumbrados managers de empresas importantes, grandes, se les pregunta que es lo que más extrañan luego de que dejan sus cargos, casi con una unanimidad dan una respuesta similar: extrañan el ejercicio pleno de la toma de decisiones, el influir sobre la gente, y que te hagan caso. Básicamente, extrañan el poder.
El poder no solo discurre en los ámbitos políticos o sociales, sino que encuentra y muy bien su lugar en las empresas y corporaciones. El poder (el ejercicio, la aspiración a o la falta de) es un factor altamente emocional, con gran impacto en los gerentes y la gente.
De esta forma, así como el ejercicio del poder se erige como un gran motivador, su ausencia funciona dramáticamente en el sentido inverso: cuando no se tiene, se extraña mal, y cuando se va perdiendo (a veces de a poco, gradualmente), genera angustia, desazón, desaliento y tristeza.
Es que todo pasa por tener o no tener poder, o casi. El poder funciona en varios frentes: te da prestigio, te enviste de seguridad, te completa como gerente cuando lo tenés y lo ejerces; pero te desinfla, te carcome y te puede desesperar al no tenerlo o no ejercerlo. Paradójicamente, te convierte en una persona más débil y vulnerable. Aún con una presunta seguridad desplegada, los portadores de poder se pueden volver inseguros, taciturnos, injustos y temerarios. ¿Por qué? El temor a perderlo los puede llevar a acciones muy difíciles de entender, prólogos de un a veces final anunciado.
Cual adictos en plena adicción, el poder puede ser demasiado embriagante; y cual adictos en proceso de rehabilitación, la pérdida del mismo genera un vacío difícil de llenar para más de uno.
En definitiva, a la hora de buscar y encontrar muchos de los conflictos, problemas y crisis de gestión en las empresas, seguro que en el poder y sus múltiples caras encontraremos muchas de las respuestas.
Hace no tanto un gerente, con cara seria, tirando su cuerpo para atrás y con pose sobradora me compartió en voz baja: “yo gestiono con KPIs”….
Los KPIs (key performance indicators) se han erigido como las grandes brújulas del trabajo de un gerente. Son aquellos indicadores elegidos en forma precisa y estratégica, para poder resumir en pocos números el éxito de un negocio: si el mismo va por buen camino, o si no. Son semáforos, son señales que marcan si el camino es el adecuado o si estamos desbarrancando o fuera de rumbo.
Nadie cuestiona hoy los KPIs. En el mundo de la tecnología, de los números y los datos, son los KPIS los reyes de la gestión.
Ahora bien, ¿todo pasa entonces por esos números? Que los mismos sean útiles, modernos y precisos, está lejos de indicar que SON TODO… La gestión a través de KPIS… es muy buena …pero insuficiente.
Hay cosas que los KPIs no logran captar.
Los KPIs no llegan a captar en forma precisa, el clima de trabajo, la buena onda de la gente y el gusto o no por el trabajo compartido. Los KPIs no llegan a medir si la calle nos tiene como referentes , como líderes o como quedados. Los KPIs no nos dan todas las señales del agotamiento de nuestra propuesta, de si estamos bien, o si seguimos siendo competitivos. Los KPIs no logran captar las tendencias, deseos e intereses de los clientes actuales y de los prospectivos. Los KPIs dicen mucho, pero dejan mucho sin decir.
Los KPIs elegidos bien, tampoco son perfectos. Seguramente, en la elección de los KPIs estratégicos, priorizando los que tenemos más a mano o con mayor facilidad de obtención, dejamos de lado a algunos indicadores seguramente más apropiados o adecuados.
En definitiva, los KPIs no pueden medir todo. No le podemos pedir semejante ambición a una herramienta de medición de la gestión. A veces hay que dejar los KPIs de lado, y hacer lo que corresponde: respirar la realidad del negocio, bajando al campo de acción, estando cerca con la gente, con el negocio puro, con la esencia del mismo.
Se está dando últimamente que en diversos campos de la actualidad, el perder por poco se ve casi casi como una victoria. En política o en eventos deportivos por ejemplo, si la derrota es por poco, o ahí nomás, si bien la sensación de derrota existe, se ve pronto aliviada por una demostración unánime de comprensión y hasta felicitación, donde el orgullo emerge como valor final. Perdiste, pero no perdiste, porque dejaste todo.
¿Por qué dejaste todo, o por qué fue por poco? ¿Existe la misma benevolencia si es casi por goleada?
La otra pregunta es si existe el perder por poco también en los negocios. La goleada es considerada catastrófica seguramente en cualquier negocio … pero… se puede justificar, en la evaluación de una administración de un negocio, qué “lo intentamos” si perdimos por poco?
Habría que entender si esa pragmática paciencia que se tiene hoy a los perdedores en muchos ámbitos, aplica para los negocios puros. Balancear la comprensión vs la presión del querer más. Y sobre todo poder tener la posibilidad de que “pese” el esfuerzo, aún si sin el resultado logrado.
En un mundo donde los números mandan, parece una tarea casi imposible. Casi, porque en el fondo detrás de esos números hay seres humanos: gente que debe aprender a perder para luego poder ganar – y como en política o en el fútbol, seguramente se tendrá la posibilidad de revancha.
Me pasó en varias situaciones, pero recuerdo muy bien dos bien específicas, donde mi cuerpo habló.
En una de ellas fue al recibir una oferta laboral, que era excelente en lo económico: casi duplicaba el salario de ese momento, y tenía unos beneficios realmente muy buenos. La otra fue apenas empezar un nuevo trabajo, en los primeros días de empezar la tarea.
En ambos ocasiones el cuerpo dio señales inequívocas. La razón apuntaba para un lado, pero el cuerpo me decía evidentemente otra cosa. Decía un no rotundo, cuando la razón quería convencer de que me convenía; en la otra explicaba que estaba todo bien, cuando en realidad no estaba nada pero nada en orden. ¿Cómo se expresaba? Con temblores, dolores de estómago, sudores, y hasta fiebre.
El cuerpo no se expresa siempre, pero cuando lo hace, hay que prestarle atención. Si se expresa, es por algo. Y cuando lo hace, lo hace tan evidente que no hay razón o justificativo que lo calle. Es la expresión verdadera de una verdad a gritos, que no podemos tapar aunque queramos.
Démosle escucha al cuerpo cuando habla, porque lo que diga seguramente será en nuestro provecho y bien, en nuestro cuidado y mejor interés.
Si hay una profesión que ciertamente está expuesta a una serie increíble de sensaciones, altibajos, idas y vueltas, emociones y sinsabores, es sin duda la de ser gerente. La profesión es como una gran montaña rusa, donde en forma casi diaria se viven situaciones de estar bien arriba, pero también de estar bien abajo, a veces con espacios lógicos de tiempo entre cada movimiento, pero en otros con lapsus muy pero muy cortos. Así es la tarea, así se eligió seguramente: con los disfrutes y frustraciones de la vocación, todo en un mismo combo.
Ahora bien, ¿cómo lo viven internamente los gerentes? ¿Qué les sucede en su interior a estos aventureros de la montaña rusa antes descripta?
La pregunta es simple pero intensa: ¿cuánta cala en ellos las idas y vueltas del trabajo diario? ¿son permeables al impacto que provocan muchas veces sus decisiones? ¿es la sensibilidad un valor a rescatar o a esconder? ¿sienten angustia? ¿sienten culpa de las consecuencias de lo que hicieron o dejaron de hacer?
Se habla muy poco de estos temas. Se presenta generalmente a los managers como “personajes” fríos, con la botonera bajo su mando y control, apretando botones sin dudar, y con la sonrisa a flor de piel del “deber cumplido”, sin casi pestañear. Donde todo lo que se decide hacer (desde inversiones millonarias hasta mudanzas de países hasta cierre o apertura de negocios hasta despidos o contratación de gente) es realizado bajo un manto aséptico y tras una burbuja de contención y asertividad inmaculada.
Sin embargo, y creo no equivocarme, los gerentes se angustian, sufren, dudan, transpiran y tienen culpa. Que a la noche y cuando apoyan la almohada en su cama, muchas veces no pegan un ojo, pueden sufrir insomnio y levantarse antes de tiempo. Que seguramente no todo es superficial y sin emociones: al contrario, “viven” las cosas mucho más que el común de los mortales. Es que en definitiva, son humanos, muy humanos, como todo el mundo.
Hace no tanto presencié en un cliente una situación no habitual. En una presentación de rutina, un empleado presentó algo fuera de agenda, donde en su contenido proponía cambios y sugerencias de renovación, no sin incluir algunas críticas a la gestión de sus superiores. Contenido bien pensado, discutible seguro, con algo de controversial y para nada validado antes. Fue un golpe de efecto, que no fue bien recibido, por ser sorpresa y porque nadie lo pidió. “Desubicada” fue la palabra que describió esta situación.
En general tengo especial simpatía para las personas que en los trabajos son los que se podrían llamar los menos “obedientes”, aquellos que se manejan con menos pruritos o vergüenza, y que tienen el coraje para saltarse ataduras y expresar lo que creen y sienten. Siempre con respeto, en forma educada y con el espíritu de sumar.
Sin embargo, este parecer no es el compartido muchas veces en todos los lugares (como en el ejemplo arriba descripto). Es que hay una serie de doble mensaje en las empresas: se pretende y quiere que la gente tenga libertades para emprender, opinar y compartir sus opiniones sin resquemores… pero cuando lo hacen son tildados de rebeldes, desobedientes o poco alineados.
De esta forma, se convive con la necesidad de que la gente haga caso (sino sería el caos), pero en paralelo con la urgencia del permitir pensar más allá de lo normado, del salir un poco de lo estructurado, para dar rienda a las ideas nuevas o dar la bienvenida a la diversidad y la inclusión.
¿Se puede sostener ambas? Por supuesto, hoy es un deber ser. Pero sólo y sólo si, si aceptamos que no existe una única verdad, que el pensar distinto tiene que ser una ventaja organizacional, y que en este camino puede pasar que nos enfrentamos y soportemos cosas dichas por otros (aún de escala menor en la jerarquía) que no nos gusten nada o poco. Pero de eso justamente de eso se trata. El abrirse a cosas fuera de programa no es una desubicación, sino parte de la construcción de mejores lugares para trabajar.
Llámese “bullying” al acoso físico y psicológico al que someten, en forma continuada, a un alumno sus compañeros. La definición de libro lo circunscribe al ámbito escolar, pero me pregunto: ¿es sólo en ese ámbito donde se generan estas situaciones? ¿existen estas situaciones en las empresas?
Poco se dice: se habla más que nada del acoso uno a uno (del jefe a un empleado), pero está bueno descorrer el velo y hablar también de aquellas situaciones que se dan en las empresas (se lo llama mobbing en algún países): eventos donde los pares acosan a otros pares.
Este tipo de bullying, por ser más adulto, es tal vez más sutil, más escondido, más pillo, pero igual de hiriente. La gente toma de punto a la gente, es parte del folklore que haya alguien de “quién hablar mal”, y donde esta persona (¿víctima?) comienza a sentir el desaire, el vacío, y el acoso psicológico de sus compañeros y pares (y aún de sus jefes).
Sin el estruendo en los ámbitos sociales que si tiene hoy el bullying, sin las lágrimas que genera en los mas niños, y tal vez sin las secuelas por tratarse de gente más adulta (habría que verlo esto), en definitiva son situaciones que se viven y sufren más de lo que se dice y hace. En general, son temas que no están muy presentes en las agendas de RRHH, salvo que sean situaciones de extrema gravedad.
Sin embargo, cuando hablamos de cultura organizacional, también hablamos de esto. Cuando se dice casi como un mito que la gente deja los trabajos por los jefes, hay que sumar a la lista las veces que se abandonan por tratarse de ambientes hostiles, para las referidas víctimas. Pero también preguntarse: yo, como gerente: ¿estoy atento a estas situaciones? ¿soy parte del mismo muchas veces? ¿Me sumo a la corriente o sé decir que no y no contribuir a estos acosos?
En definitiva, hay que estar alertas, saber prevenir y detectar todo tipo de bullying , y actuar en consecuencia. En los colegios y escuelas, pero también en las empresas.
Se habla mucho de liderazgo, de lo que es ser un buen jefe o líder, y como se recurre a ciertos rasgos claramente llamativos de la personalidad para describir los perfiles más exitosos.
También se da cuenta de las acciones, de las hazañas casi épicas realizadas por estos gerentes, para describir a un buen líder; se da testimonio de situaciones límites, de momentos rayanos con la vida y la muerte empresarial, para resumir con certeza las características y virtudes de aquellos héroes no anónimos que embanderados en causas trascendentales, han ilustrado con ejemplos grabados casi en sangre, de sus grandes virtudes como jefes o líderes.
Sin embargo…
En la verdadera visión de la gente, en la percepción real de los empleados a cargo, en la estimación de la gente guiada, la clave del genuino liderazgo está muchas veces en la gestión diaria, más que en las grandes hazañas. Las grandes gestas se dan pocas veces en la vida, y cuando se dan, sus efectos son fuertes y medibles, pero nada como el día a día.
Es en el día a día, donde se establecen los verdaderos vínculos. No hay que esperar las situaciones límites para conocer y reconocer a un (buen) jefe. Los jefes son buenos jefes muchas veces con pocas cosas y rutinarias, más que a la espera de la gran ocasión. Esta situación se llama cercanía, y son los jefes cercanos los que hacen la diferencia. Es mucho más importante un jefe que te contenga y te acompañe en la diaria, que aquel jefe que cada tanto y en dosis escasas, te comparte su capacidad de liderazgo.
En definitiva, es en el ámbito de todos los días donde el verdadero jefe se destaca; es en las pequeñas cosas donde se marca la diferencia; y es en el respaldo y contención natural, periódica y espontánea donde los jefes se erigen como verdaderos jefes.
“Las pequeñas sociedades crean grandes equipos”, solía decir el gran DT de Argentina campeón mundial del año 1978 César Luis Menotti . Recuerdo de chico ver los spots realizados por la empresa Esso, donde el DT daba cátedra de fútbol y ponderaba lo importante de tener estas sociedades. El tener un equipo donde 2 ó 3 jugadores jugaran de maravilla o de memoria es uno de los factores de éxito para el posible triunfo en el fútbol.
Ahora bien, ¿se puede replicar en las empresas? Es una utopía pensar que todos los participantes de cualquier equipo de trabajo, todos se llevan excelente con todos. Pueden convivir y tener una buena relación, pero no todos se llevan bien con todos, todo el tiempo.
Pero sí pueden existir esas pequeñas sociedades como identifica Menotti. Es común encontrar que cierta gente se lleva muy bien con otra gente, que se traduce en buenas relaciones pero también en sinergias laborales positivas. Está en el ojo del gerente de turno, poder y saber captar estas “pequeñas sociedades”, para potenciar este fenómeno y así llevar la labor a otro nivel.
Estas sociedades se deber explorar, buscar que pasen, fomentar que trabajen en sociedad, y una vez encontradas, dejarlas “ser”, sin tocar. Es común encontrar a veces como estas sociedades que se generan naturalmente, que sean fácilmente desarmadas con cualquier excusa, sin tener claro lo útil que significa que las mismas perduren una vez establecidas.
En definitiva, ¡bienvenidas las pequeñas sociedades! Gastemos menos energías en pretender equipos perfectos, y prioricemos el trabajo de memoria de las personas de a par. Serán seguramente la plataforma donde construir los mejores resultados futuros.
“El rey desnudo” o “el traje del nuevo emperador”, es un cuento de Hans Cristian Andersen escrito el año 1837 y que relata como 2 comerciantes le vendieron al rey una supuesta tela de gran fineza que aseguraban (era mentira) tenía la especial capacidad de ser invisible para aquellas personas estúpidas o incapaces. Como nadie quería admitir esa condición ni tampoco contradecir al rey, todos afirmaban poder verla, hasta que el propio rey la usó en un desfile, donde un inocente niño dijo: “pero sí va desnudo”, dando cuenta de la verdad.
Esta fábula de hace tantos años tiene su día en muchas empresas aún hoy. Donde se tejen historias y se construyen relatos que tal vez tienen poco de realidad y certeza, pero se sostienen solamente con el fin de no contradecir al gerente de turno.
Es entonces donde el gerente se muestra desnudo, al descubierto y sin una voz contraria que pueda contarle la verdad verdadera: sin niños a su alrededor que siendo parciales puedan espejarle su verdadera situación.
¿Se puede sostener un gerente desnudo? Por supuesto, dado que como en la fábula, es en su mejor interés muchas veces en mostrarse casi infalible. “Por algo sos gerente” es a veces la voz interior que confirma la desnudez, o dicho de otra manera, rechaza la verdad que pueda derrumbar el engaño.
Pero, como en la fábula también, aún con la corte más aduladora que exista, un gerente no puede durar mucho desnudo o para siempre. En un mundo tan competitivo como el de hoy, en algún punto el mercado o los negocios te pasan factura ante tal ceguera. Y es ahí donde la desnudez se hace evidente, los “sí gerente” muestran sus verdades visiones, y el traje que no es traje termina siendo una anécdota. Siendo muchas veces demasiado tarde.
De esta manera, gerenciemos con la mirada contraria de nuestra gente como un activo. Evitemos la tentación de querer vernos como queremos y no como somos, para que nunca nos encontremos desnudos sin saberlo, o con un ropaje que pareciera que nos sienta bien pero en realidad está lejos de ser el adecuado o hasta nos puede hacer quedar ridículos.
Hace muchos años, cuando trabajaba en una sucursal de un banco, conocí a Ricardo.
Ricardo era el segundo del contador de la sucursal: una persona pasados largos los 50 años, de contextura mediana y no muy alto, de carácter tranquilo y con características algo obsesivas. Siempre bien vestido, portaba anteojos de carey tal vez demasiado grandes, se peinaba con gomina (con el cabello tirante para atrás), usaba camisas combinando colores (cuerpo azul y cuello blanco, que en esa época se usaban) y gemelos; era pulcro, amable y correcto.
Pero también taciturno y con un carácter algo oscuro: Ricardo no parecía feliz. Tenía a su padre enfermo (internado en un geriátrico cerca de la sucursal, con una médica casi las 24 hs con él), una pareja estable de toda la vida, y una única hija empezando la facultad.
Ricardo parecía transcurrir los últimos años de su trabajo en el banco de manera un poco triste y casi en silencio.
En el día a día, además, sufría el maltrato del contador de la sucursal (su jefe directo, una persona más joven que él y de carácter fuerte). El contador lo trataba mal, muy mal, lo fustigaba, lo cargaba y lo encontraba siempre en falta. Hoy tal vez sería un escándalo, pero en esa época era más común ver ese tipo de relaciones. Ricardo no reaccionaba, solo a veces esbozaba alguna defensa leve, pero en general bajaba la cabeza y seguía con sus cosas.
Hasta que un día, resultado de la crisis económica (cuando no!), comenzaron los despidos. Los viernes al terminar la atención del público, sonaba el teléfono: llamada desde casa central, alguno era convocado al centro, para llegar a un “arreglo”. No primero, pero en su momento le llegó también su turno: fue convocado Ricardo. Chau, dijimos, pobre Ricardo, que será de de su vida ahora, nos preguntamos, nos preocupamos por él y por su presente y por su futuro.
Resulta que Ricardo hacía un año que mantenía una relación paralela con la doctora que atendía a su papá, quien esperaba un hijo de él de avanzados meses. Cuando fue despedido y cobró su indemnización, Ricardo dejó a su familia y se mudó con la doctora y juntos compraron el geriátrico donde la doctora atendía a su papá.
A los pocos meses Ricardo volvió a la sucursal, para abrir su cuenta en el banco y operar su nuevo negocio. Ricardo era otra persona: su vestir con sus camisas con gemelos se convirtió en camisas también llamativas pero sueltas y por fuera del pantalón; su pelo engominado mutó a suelto y algo largo; sus anteojos desaparecieron; pero por sobretodo, se lo notaba radiante: brillaba con una luz que nunca le conocimos. Nos traía una vez por semana facturas para el personal, y ahora los chistes hacia el contador los hacía él, quien agachaba la cabeza, sin quizás entender muy bien la nueva situación y el nuevo orden de las cosas.
Yo, con menos de 20 años, entendí ahí que cuando uno cree que todo está escrito, nada está escrito. Que a veces el destino juega jugadas increíbles, vueltas de la vida que nos pueden trasladar a lugares insospechados. Que aún la noticia de un despedido puede ser una oportunidad y un gran liberador. Y qué seguramente historias como la de Ricardo son más comunes de lo que uno piensa.
En el mundo de la hiperconectividad, de la hipercomunicación, es muy fácil encontrarse en una charla, en una reunión, o en una clase (incluso en ambientes no de negocios), que la gente deje de prestar atención y se distraiga enseguida con el mundo de atracciones que nos abre el celular en la mano. Con esos hábitos ya arraigados, y para evitar esto, ¿se puede “prohibir” su uso? No. ¿Se puede pedir que no lo usen? Sí, pero es una declamación al viento. En ese contexto y realidad, es por eso que surge “la pausa”…
La pausa es un recurso en el hablar que consiste (según la Academia Española) en una “interrupción de la fonación, de duración variable”. Sin querer queriendo, me di cuenta que su uso puede permitir re encauzar la atención en las reuniones hacia lo que puede ser importante. La pausa es un freno en seco, es convocar al silencio de segundos a la mesa entre tanto barullo discursivo, que lleva a la gente a levantar la cabeza onda “¿Qué pasó?” Empieza generalmente así un efecto contagio: la pausa se extiende y multiplica, buscando asegurarse que todos hayan vuelto a lo importante.
La pausa para que resulte, tiene que ir acompañada de una vista alrededor: mirando a uno por uno, esperando a que cada uno nos regale de nuevo la atención, y que de esa manera se vaya sumando de nuevo a la causa. Bien usado, la pausa tiene ese efecto.
Mi fanatismo actual se justifica en su buen resultado obtenido últimamente, y en la gratificación por el resultado que produce. Pero, como todo recurso, la pausa es una herramienta más que puede ser efectiva, pero tiene sus límites y no puede ser usado siempre o en todo momento. A pesar de esto, sugiero su consideración, porque en el fondo tiene un objetivo noble: volver a prestarnos la atención en vivo y en directo, que no es poco.
De pronto, ese mal jefe, ese gerente “maldito”, nos enteramos casi por casualidad, que tiene una “mascota”, que la trata con cariño. Parece que tiene un lado no oscuro, parece que en otros ámbitos… ¡es una buena persona!
En la misma línea, aquel excelente jefe, aquel ponderado como gran persona, un ejemplo a seguir, una persona que se destaca por su buen criterio y su hombría de bien… de pronto un día muestra un lado oscuro casi desconocido, y tiene un acto que no corresponde con la definición anterior.
Entonces, ¿cómo es? ¿El bueno no es tan bueno? ¿El malo no es tan malo?
Hay una canción de la banda Divididos, en su canción “Que ves”, que dice en una parte “el bien y el mal definen por penal”. Es una buena síntesis de lo que realmente sucede. El bien y el mal conviven en todos nosotros. No existen los 100% buenos, ni los 100% malos. El bien vs el mal es un conflicto permanente en las personas, y porque no en los jefes.
La diferencia está en que en los buenos jefes, el bien gana siempre pero no sin goles en contra. En los malos jefes, pasa lo contrario: la derrota es inevitable, pero no sin antes pelearla un rato, y con algunos goles anotados.
En definitiva, no existen buenos y malos jefes en forma absoluta. La clave está en cómo dominar los demonios internos: no por pecar alguna vez, te convierte en un terrible pecador, pero ojo con que sea la conducta habitual. Siempre el lado bueno es el camino más gratificante, pero nunca el más fácil.
Hay veces que el silencio es muestra mejor arma, el mayor aliciente, la estrategia más adecuada, y la creativa solución tangente ante situaciones que a primera vista piden reacción, voz alta, reclamos y hasta gritos.
En general y a priori, especialmente en reuniones con debate, la mayor tentación y reacción es a hablar. Todos hablamos, todos hablan. Parecería que la clave fuera expresarse, en tener ese minuto pretendido para plantear nuestra posición, queriendo que el otro nos escuche, sin que eso signifique convencerlo de algo. Lo importante es tener y ejercer el derecho a hablar.
No hace tanto me encontré en una situación típica de las arriba expuestas. Pero, y no sé bien por qué, pero en lugar de hablar, decidí no hacerlo: me llamé a silencio. Silencio “stampa”, silencio en serio. Dejé que las palabras sean de otros. Las mías se guardaron por un rato con un mutismo absoluto. Fue impactante el resultado para mí: me permitió aislarme por un rato, contemplar las cosas con otra mirada, dejar el hablar por hablar para dar forma al aporte inteligente, y salí al rato de ese mutismo con una fuerza e inteligencia casi suprema. Fue el silencio inteligente que me permitió dar 2 a 3 pasos para atrás, para avanzar con contados pasos hacia adelante.
En definitiva, no siempre que podamos hablar sea que tenemos a hablar. El silencio nuestro potencia el escuchar interior y exterior. Permite salir del opinar de todo y ya, para ir hacia el aporte más esporádico pero más inteligente. Ejerzamos sin vergüenza el derecho a no hablar, con firmeza y decisión, que seguro nos traerá luego la palabra más adecuada y cierta.
¿Tu gente a cargo trabaja en equipo? Pero, ¿qué es trabajar en equipo?
Trabajar en equipo NO es hacer reuniones grupales.
Trabajar en equipo tampoco es mandar mails y copiar a todos.
Trabajar en equipo es otra cosa.
El trabajo en equipo es un gran desafío porque la gente “naturalmente” tiende a aislarse, a encasillarse en silos, a trabajar priorizando la individualidad, buscando el lucimiento personal y más cuando se está en algún track de carrera y desarrollo personal.
El verdadero trabajo es entonces uno de los grandes desafíos de las empresas y de los grupos, y pone en juego las habilidades de un verdadero líder.
¿Qué implica entonces trabajar en equipo? Que se definan objetivos concretos, que se marque un plan de acción, que se detallen las actividades para lograrlo, que se designen las tareas a realizar y que las mismas sean compartidas, complementarias, enriquecidas del aporte de unos y otros. Que las partes se sumen, para enriquecer el trabajo final, y que estos aportes y tareas se realicen SIN la presencia del jefe (es decir, que la gente trabaja SOLA). Si la gente solo es un grupo 1 hora por semana y en una reunión, claramente no es suficiente.
En definitiva, el verdadero trabajo en equipo es un gran desafío porque requiere que la gente sea un equipo en serio sin la mirada constante de un jefe mandante; estos equipos encuentran su madurez cuando esto se da naturalmente, y cuando descubren en forma orgánica que lo mejor es hacerlo así, en grupo, dejando la individualidad. Si esto pasa, tenemos al jefe (grupal) más eficiente (y feliz) del mundo.