Esta nota la escribí junto a mi mujer Lic. en Psicología Magalí Levinton y salió publicada el 3 de enero de 2012 en Infobae.
“El hombre, como espíritu, no es algo inmediato, sino esencialmente un ser que ha vuelto sobre sí mismo. Este movimiento de mediación es un rasgo esencial del espíritu. Su actividad consiste en superar la inmediatez, en negar ésta y, por consiguiente, en volver sobre sí mismo. Es, por tanto el hombre, aquello que él se hace, mediante su actividad” (Hegel)
Uno de los grandes derechos civiles es la posibilidad de elección. En la historia, la humanidad misma ha librado batallas para poder lograr este derecho y hacerlo lo más universal y democrático posible. El ciudadano moderno tiene hoy una capacidad única de poder discernir, contar con información precisa, elegir opciones, hacer valer sus intenciones y buscar con tiempo y prudencia el mejor camino para una elección propia y personal.
Sin embargo, y a contramano de este devenir diríamos histórico, nos encontramos con que a veces este derecho no se ejerce. Es cuando la elección, en vez de ser propia y estudiada, parecería ser ajena y apresurada. Lo que podría ser un derecho se convierte en un favor o facilismo, donde la elección no es una decisión sino una respuesta o correspondencia hacia otro, hacia alguna causa, anuncio imperativo o sugestivo. Estas situaciones se dan en múltiples ámbitos: en el laboral, cuando un compañero o jefe impone una condición sin que haya planteos; en el grupo de amigos, donde la elección es privada y discrecional de uno de sus miembros y el resto acata por miedo o conformismo; en las parejas, cuando uno impone porque sí una elección mientras que el otro obedece sin estar muy convencido; en la relación ídolos-seguidores, donde el idolatrado comparte sus caprichos y sus referentes acatan en forma silenciosa y complaciente; y también en los negocios, cuando una marca impone reglas y tendencias, y el consumidor acepta por empatía pero no por propio discernimiento.
Por un lado tenemos así los que impulsan su idea y elección, aquellos que utilizan el narcisismo como bandera, por simple gusto o porque seguramente éste ha sido el lugar que les ha tocado y ocupan en la vida, en el grupo social. Son los que piensan, sienten por sí y para sí mismos, ciegos a su entorno y a la necesidad del otro, aunque fieles a sus objetivos e ideales personales.
Por el otro lado están los “obedientes”, los que han pagado un precio por su elección dócil, fácil, “apresurada”, los que han privilegiado la decisión del otro sobre la suya, los que han sucumbido al pedido ajeno sin atender su propia escucha. Son los que responden en forma casi mecánica o automática a los dichos o pedidos de los primeros; los que eligen apresuradamente, sin ser conscientes de por qué lo hacen.
Nos encontramos así con una polaridad evidente. Para algunos “prescindible”, para otros “im-prescindible”. Las dos caras de una misma moneda, donde siempre es necesario el semejante, el otro. Porque el otro siempre está en nuestro camino. El problema es la dificultad que se presenta para algunos esta ligazón al otro, que no les permite tomar decisiones propias. Sólo existe la obligación o el deber de velar por “la elección ajena”.
¿Cuándo y por qué se da esta “cesión” de la elección? ¿Qué llevaría a una persona a relegarse a sí misma y elegir apresuradamente?
Existen algunos determinismos que no se pueden elegir: como los orígenes, la familia o el lugar de pertenencia. Pero hay otras cuestiones que tienen que ver con la propia libertad de elección. La dificultad radicaría entonces en la imposibilidad de “parar”, de no poder escucharse, de no poder imponer su decisión porque están demasiado acostumbrados a la voz ajena, donde es el otro el que invade e impone. Esto último no significaría que el otro tiene mala intención, no me quiere, no me respeta o me hace daño. No es una lucha contra alguien externo, de carne y hueso, esto iría un poco más allá; tampoco se resuelve terminando con el otro que nos limita y hace escollo. Porque, ¿Acaso es el otro el que no me deja elegir? ¿O es uno mismo el que elige no elegir? Es el propio sujeto quien tiene la posibilidad y el deber de interrogarse que es lo que le está sucediendo y por qué.
De esta manera, imponer la propia elección tiene que ver con tener la posibilidad de interrogarnos sobre lo que verdaderamente deseamos, y tener la valentía para sacarlo, hacerlo re-lucir.
¡Bienvenida la libre elección no apresurada! Quien elige apresuradamente puede continuar por ese camino determinado, ajeno, o bien puede hacerse cargo y tomar las riendas de su propio rumbo. Elegir su propio destino y no el impuesto. Un recorrido nada fácil y doloroso, pero valioso de transitar.