Un amigo me cuenta la siguiente anécdota. En un evento, le regalaron una remera de una marca bastante conocida (una remera de algodón simple, blanca, con un dibujo). Como le quedaba pequeña, la fue a cambiar al local de la firma. Me cuenta: “¿Sabés cuanto costaba la remera?”. Trato de adivinar: “$100”. “No”. “: “$200”. “No, estás lejos”. “: “$300”. “No”. “: “$500!!!”. “No, más”. “: “$600?”. “$680, para ser más exactos”.
Uno se pregunta, ¿cómo puede costar casi $700? ¿Habrá alguien dispuesto a pagar tanto por una remera? La respuesta es sí.
Existe un mercado donde el valor de las cosas se rigen por parámetros que parecen irracionales. Es un mercado donde las cosas son caras, carísimas. Su valor está dado por eso mismo, por el hecho de ser caro, por NO ser para todos. En su alto precio está el valor, en el hecho de poder comprarlo, en el de sentirse distintos por hacerlo.
Una expresión más, de la irracionalidad de los consumidores, y como los sentimientos y las emociones confluyen y definen los comportamientos.