Es una rutina de un grupo de amigos, ir luego de hacer ejercicio a tomar unas cervezas a un bar del barrio llamado “Bastardo”. El otro día fuimos (éramos 5) y no nos quisieron vender: el local estaba cerrando.
Primera pregunta: “¿quién cree que nos dijo que no: el dueño o un empleado?”. Claramente, no fue el dueño. El empleado de turno se atinó a las normas, era casi la hora de cerrar: “NO se puede“. Si hubiera estado el dueño hubiera sido seguramente distinto: se hubiera mostrado más flexible, no hubiera querido pasar 5 ventas seguras de clientes asiduos.
Segunda pregunta: ¿hasta cuanto nos tenemos entonces que adaptar o flexibilizar?
Para poder flexibilizar, antes hay que normar. Y comunicar (bien). Tener políticas claras es fundamental, para el orden, las buenas prácticas y el estipular con criterio razonable como dar un buen servicio eficiente y costeable. Sólo una vez que se hizo este trabajo completo, es que podemos dar lugar a las adaptaciones y flexibilizaciones. Donde el personal, pero también los clientes, deberán de primera mano saber cuales son las distintas reglas del negocio.
Si no hacemos esto, viviremos de salto en salto, de excepción a excepción. No son malas las excepciones; al contrario son bienvenidas y muy valoradas por los clientes. Lo que no podemos es vivir en excepciones permanentes.
De esta manera, definamos criterios justos, comuniquémoslos con precisión y carácter, para luego dar rienda suelta al lado sensible de la excepción. Es que nunca se le debería prohibir una helada cerveza a un grupo de amigos (habitúes).