Cuando era chico jugaba al “teléfono descompuesto” con mis amigos. ¿Cómo era? Con otros chicos nos íbamos hablando al oído, y lo que se decía iba pasando de uno a otro. A medida que avanzaba, parte del mensaje se iba perdiendo y se sumaban otros elementos. Al final el último de la ronda tenía que decir que había escuchado, y lo gracioso es que en la mayoría de las veces no tenía nada que ver con el mensaje inicial.
Estos “teléfonos descompuestos” no sólo son juegos infantiles sino que existen en las empresas desde siempre. Pero lo llamativo es que en la era de las telecomunicaciones y la comunicación ya, siguen ocurriendo y pasando.
Es algo que se ve en demasía y que impulsa a esta nota. En el juego de mi niñez, se decía que el teléfono estaba roto (“descompuesto”). Hoy no se puede culpar a la tecnología. ¿Será que el problema no es de la herramienta sino de las personas? ¿Qué lo que fallan son entonces los portadores y recibidores de los mensajes?
Parece ser que ciertos hábitos y posturas son más fuertes que nada. El QUE querer escuchar es más importante que lo que realmente se escucha; el QUE quiero compartir, prevalece más allá de lo que me compartieron; y el QUE quiero que se interprete, rankea antes, aún desviando adrede significados o cambiando palabras. Generando de esta manera ruidos, donde no debería haber, pero sí hay.
Es que en la época del whatsapp, el mal fluir o no de la comunicación sigue existiendo. Cual whatsapp descompuesto, el juego de nuestra niñez sigue más que vigente en el mundo corporativo. Sin risas en este caso.