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No hace tanto me encontré en una reunión, donde un gerente (con cierto desdén y fastidio) me hacía semejante confesión a solas. El comentario estaba dirigido a gran parte del personal de la empresa (pares y no pares). No era la primera vez que lo hacía: el comentario era más que recurrente.
Su expresión buscó mis ojos en busca de aprobación o de complicidad. Difícil sostener la mirada ante semejante afirmación. Más allá que en el contexto y lugar podría compartir parte de su expresión o razonamiento, la realidad es que tal vez era demasiado rotunda para darle un ok tan temerario.
¡Son todos unos idiotas! parecía reflejar en principio una insatisfacción por el desempeño de su equipo gerencial. Que el nivel de trabajo exigido no estaba a la altura de lo pedido y esperado, etc. etc..
Sin embargo, el tono despectivo parecería esconder algo más profundo también: una cierta aura de superioridad, una mirada despectiva sobre los otros, ambos temas netamente cuestionables.
Toda esta situación me llevó a reflexionar si en algún momento o lugar yo también supe pensar o expresar algo similar; donde la idiotez era un mar que me rodeaba sin ahogarme pero casi. Donde todo estaba mal, donde eran todos idiotas, casi sin discriminar.
En esa reflexión y casi sin dudar, me di cuenta que en todos estos casos donde yo también dije “son todos unos idiotas”, sería mucha casualidad que TODOS sean idiotas menos yo, (¿Todos todos idiotas?, no se salva ninguno?)
Y seguramente, en ese mar de idiotas, el mayor idiota fuese yo.