El marketing tiene el primer rol comercial de “estimular” el consumo de productos y servicios: para ello se vale de esa fenomenal herramienta que tiene de poder “torcer” (o al menos intentarlo) el comportamiento establecido de los consumidores. Este “poder” puede traducirse en llevarnos de una marca a la otra, o de tentarnos con algo que no conocemos o sabemos.
Algo más difícil, es buscar modificar hábitos o comportamientos establecidos, eso que se llama comúnmente “concientizar” sobre algo. Desde el desperdicio ambiental hasta el comportamiento civil más educado.
El problema de estos últimos intentos, es que a diferencia del consumo, donde hay un deseo o placer como consecuencia, en los concientizadores se “frena” ese deseo o consumo, priorizando lo racional sobre lo emocional (“no fumes, “no tomes”, etc.).
¿Cómo impactar y lograr cambios?
Uno de los procedimientos es apelar a la cruda realidad. Veamos este ejemplo.
La pregunta del millón es: ¿Sirve? ¿Tiene impacto mostrar las consecuencias desagradables para propulsar cambios?
No hay nada escrito ni verdades absolutas, pero algunos estudios han indicado (especialmente en productos netamente negativos como el tabaco) que estas acciones comunicacionales son totalmente inocuas. Impactan, sí, llaman la atención, también. Pero no alcanza para cambiar nada. ¿Por qué? Más que nada por lo “desafiante” que es la búsqueda de la concientización.
Es tal vez demasiado pretender cambios de conciencia drásticos, con spots publicitarios o la sorpresa. Pareciera que la clave no está en lo certero del impacto, sino en la constancia y el approach más integral.
En definitiva, tal vez sirva para comprar un auto, pero no para salvar una vida.