Los libros de marketing nos enseñan que el posicionamiento es una de las principales cosas que debemos tener en cuenta a la hora de plantear nuestra estrategia de marketing, y lo define precisamente como “la percepción que tienen los consumidores sobre nuestra marca o producto”.
Pero, la percepción que describe la definición clásica de posicionamiento, ¿es “la real” o la “pretendida” por nosotros? Esta disyuntiva no es menor: porque no es lo mismo hacer el ejercicio de posicionar el que sos que el que queres ser.
La primera lectura es: hay que posicionar lo que somos, lo que somos en realidad, porque al final de cuentas, es lo que el cliente termina percibiendo y captando. ¿Es tan así?
Al comunicar queremos posicionar nuestros productos en la mente de los consumidores, pero estamos sesgados por nuestra intención comercial parcial: escondemos bajo la alfombra las miserias, y queremos deslumbrar con nuestros aparentes atributos y diferenciales.
Por eso, vivimos rodeados de publicidades que invitan a probar “la mejor calidad”; “la mejor experiencia”, “los mejores precios”. Al comunicar queremos posicionar nuestros productos en la mente de los consumidores, pero sesgados por nuestra intención comercial parcial: queremos que nos vean, que nos “perciban”, como queremos ser vistos, que a veces no es la pura verdad.
De esta forma, derribemos mitos marketineros: para marketing, posicionamiento es siempre una buena intención de querer ser, de querer ser percibidos: que la realidad de la mente de los consumidores, cual jurado de un reality, terminará decidiendo con su voto, si coincide con la percepción final real en su mente.