De pronto, parece que el concepto de asumir riesgo es solo propiedad de los emprendedores. Que el apetito de arriesgar está en el garaje, y que la comodidad y el confort está en los pisos superiores del edificio corporativo.
El arrojo, la valentía, el apostar para ganar, el perder que no importa, el fracaso viene bien, todas estas frases son sinónimos de emprendedorismo. El privilegiar el status quo, que de siempre lo mismo, el ir a lo seguro, el no innovemos mejor… son frases que describen certeramente a las empresas tradicionales, gordas, achanchadas.
¿Es tan así?
Es cierto que las empresas nuevas, pequeñas, ágiles cuentan con la ventaja de recién empezar y, bien canalizado, cuentan con el impulso y las ganas enormes, que pueden ser un motor fundamental para innovar, crecer, resistir y seguir.
Pero de ahí a que las empresas grandes y tradicionales les dejen el espacio y lugar abierto y libre (sin pelear) a los emprendedores … puede ser demasiada ventaja competitiva.
E injusta. Las empresas tradicionales pueden no rendirse tan fácilmente: tienen mucho para dar. Por algo llegaron a donde están, por algo sobrevivieron tanto tiempo y por algo seguramente seguirán dando vuelta por mucho tiempo más.
Resultantes de muchas batallas, el gen emprendedor no puede haberse totalmente perdido; cual andar en bicicleta seguramente vuelve si se prueba. Es cuestión de solo (querer) despertarlo.
Dejemos de lado esta grieta que no es tal. El apetito al riesgo depende más que nada de las ganas de crecer y arriesgar. Capacidad que no tiene dueños ni fórmulas.