“No, no entiende nada de nada”, dije con firmeza y seguridad al hablar de X.
Un rato después, una expresión similar para hablar de Y. “Y es un miope y no tiene inteligencia emocional”.
Pero la cosa siguió: “el puesto le queda chico a XX: es un milagro que esté ahí”.
Y más. “Ni hablar de YY, otro imbécil”.
Y así podía seguir la lista. En un día ya había despachado a 5, sin inmutarme.
“¿Así que entonces, todos los que me rodean son unos idiotas?” Así fue como me di cuenta, sin repetir y sin soplar, que el único real IDIOTA, era yo.