En el marketing se habla mucho de la propuesta de valor: es la oferta (completa) de lo que se ofrece al consumidor, oferta que define el éxito del negocio, que debe ser diferencial (para que nos elija), atractiva y rentable (para que la pueda ofrecer y dejarme margen).
Ahora bien, ¿cómo piensa el consumidor? ¿Cómo elige aquella “propuesta de valor” que más le convenga?
Surge el triangulo del marketing: lo que el consumidor primero capta es la promesa recibida de eso que va a querer y poder consumir. La promesa es el discurso atractivo, el mensaje heroico, de parte de la empresa; es aquello que se presenta como el diferenciador, es la verborragia marketinera que busca la atención del consumidor y si bien presentada, puede “movilizar” al consumidor al cliente.
Esa promesa atraviesa el segundo vértice del triángulo: es el precio. Si la tentación de la promesa tiene sentido racional (precio), el consumidor se permite adquirirlo/comprarlo: abre la billetera, saca la tarjeta o te suma al carrito de compras en el e-commerce. El precio es una referencia que pone en razón la promesa emocional anterior, y nos lleva al consumo. ¡Bingo!
Pero el triangulo se cierra con la validación de la promesa. Surge entonces la necesidad de verificar: son aquellos elementos de lo ofrecido que le dan ok a la promesa seductora. Si prometí que el servicio era diferencial, la respuesta en el tiempo correcto o la asistencia perfecta en el “momento de la verdad”, son verificadores de esa promesa.
Es el triángulo de marketing lo que define que los consumidores nos elijan. Y paradójicamente es un triángulo que gira y gira, para que ese consumidor siga siendo nuestro cliente.