Me pasó en varias situaciones, pero recuerdo muy bien dos bien específicas, donde mi cuerpo habló.
En una de ellas fue al recibir una oferta laboral, que era excelente en lo económico: casi duplicaba el salario de ese momento, y tenía unos beneficios realmente muy buenos. La otra fue apenas empezar un nuevo trabajo, en los primeros días de empezar la tarea.
En ambos ocasiones el cuerpo dio señales inequívocas. La razón apuntaba para un lado, pero el cuerpo me decía evidentemente otra cosa. Decía un no rotundo, cuando la razón quería convencer de que me convenía; en la otra explicaba que estaba todo bien, cuando en realidad no estaba nada pero nada en orden. ¿Cómo se expresaba? Con temblores, dolores de estómago, sudores, y hasta fiebre.
El cuerpo no se expresa siempre, pero cuando lo hace, hay que prestarle atención. Si se expresa, es por algo. Y cuando lo hace, lo hace tan evidente que no hay razón o justificativo que lo calle. Es la expresión verdadera de una verdad a gritos, que no podemos tapar aunque queramos.
Démosle escucha al cuerpo cuando habla, porque lo que diga seguramente será en nuestro provecho y bien, en nuestro cuidado y mejor interés.
Si hay una profesión que ciertamente está expuesta a una serie increíble de sensaciones, altibajos, idas y vueltas, emociones y sinsabores, es sin duda la de ser gerente. La profesión es como una gran montaña rusa, donde en forma casi diaria se viven situaciones de estar bien arriba, pero también de estar bien abajo, a veces con espacios lógicos de tiempo entre cada movimiento, pero en otros con lapsus muy pero muy cortos. Así es la tarea, así se eligió seguramente: con los disfrutes y frustraciones de la vocación, todo en un mismo combo.
Ahora bien, ¿cómo lo viven internamente los gerentes? ¿Qué les sucede en su interior a estos aventureros de la montaña rusa antes descripta?
La pregunta es simple pero intensa: ¿cuánta cala en ellos las idas y vueltas del trabajo diario? ¿son permeables al impacto que provocan muchas veces sus decisiones? ¿es la sensibilidad un valor a rescatar o a esconder? ¿sienten angustia? ¿sienten culpa de las consecuencias de lo que hicieron o dejaron de hacer?
Se habla muy poco de estos temas. Se presenta generalmente a los managers como “personajes” fríos, con la botonera bajo su mando y control, apretando botones sin dudar, y con la sonrisa a flor de piel del “deber cumplido”, sin casi pestañear. Donde todo lo que se decide hacer (desde inversiones millonarias hasta mudanzas de países hasta cierre o apertura de negocios hasta despidos o contratación de gente) es realizado bajo un manto aséptico y tras una burbuja de contención y asertividad inmaculada.
Sin embargo, y creo no equivocarme, los gerentes se angustian, sufren, dudan, transpiran y tienen culpa. Que a la noche y cuando apoyan la almohada en su cama, muchas veces no pegan un ojo, pueden sufrir insomnio y levantarse antes de tiempo. Que seguramente no todo es superficial y sin emociones: al contrario, “viven” las cosas mucho más que el común de los mortales. Es que en definitiva, son humanos, muy humanos, como todo el mundo.
Hace no tanto presencié en un cliente una situación no habitual. En una presentación de rutina, un empleado presentó algo fuera de agenda, donde en su contenido proponía cambios y sugerencias de renovación, no sin incluir algunas críticas a la gestión de sus superiores. Contenido bien pensado, discutible seguro, con algo de controversial y para nada validado antes. Fue un golpe de efecto, que no fue bien recibido, por ser sorpresa y porque nadie lo pidió. “Desubicada” fue la palabra que describió esta situación.
En general tengo especial simpatía para las personas que en los trabajos son los que se podrían llamar los menos “obedientes”, aquellos que se manejan con menos pruritos o vergüenza, y que tienen el coraje para saltarse ataduras y expresar lo que creen y sienten. Siempre con respeto, en forma educada y con el espíritu de sumar.
Sin embargo, este parecer no es el compartido muchas veces en todos los lugares (como en el ejemplo arriba descripto). Es que hay una serie de doble mensaje en las empresas: se pretende y quiere que la gente tenga libertades para emprender, opinar y compartir sus opiniones sin resquemores… pero cuando lo hacen son tildados de rebeldes, desobedientes o poco alineados.
De esta forma, se convive con la necesidad de que la gente haga caso (sino sería el caos), pero en paralelo con la urgencia del permitir pensar más allá de lo normado, del salir un poco de lo estructurado, para dar rienda a las ideas nuevas o dar la bienvenida a la diversidad y la inclusión.
¿Se puede sostener ambas? Por supuesto, hoy es un deber ser. Pero sólo y sólo si, si aceptamos que no existe una única verdad, que el pensar distinto tiene que ser una ventaja organizacional, y que en este camino puede pasar que nos enfrentamos y soportemos cosas dichas por otros (aún de escala menor en la jerarquía) que no nos gusten nada o poco. Pero de eso justamente de eso se trata. El abrirse a cosas fuera de programa no es una desubicación, sino parte de la construcción de mejores lugares para trabajar.
Llámese “bullying” al acoso físico y psicológico al que someten, en forma continuada, a un alumno sus compañeros. La definición de libro lo circunscribe al ámbito escolar, pero me pregunto: ¿es sólo en ese ámbito donde se generan estas situaciones? ¿existen estas situaciones en las empresas?
Poco se dice: se habla más que nada del acoso uno a uno (del jefe a un empleado), pero está bueno descorrer el velo y hablar también de aquellas situaciones que se dan en las empresas (se lo llama mobbing en algún países): eventos donde los pares acosan a otros pares.
Este tipo de bullying, por ser más adulto, es tal vez más sutil, más escondido, más pillo, pero igual de hiriente. La gente toma de punto a la gente, es parte del folklore que haya alguien de “quién hablar mal”, y donde esta persona (¿víctima?) comienza a sentir el desaire, el vacío, y el acoso psicológico de sus compañeros y pares (y aún de sus jefes).
Sin el estruendo en los ámbitos sociales que si tiene hoy el bullying, sin las lágrimas que genera en los mas niños, y tal vez sin las secuelas por tratarse de gente más adulta (habría que verlo esto), en definitiva son situaciones que se viven y sufren más de lo que se dice y hace. En general, son temas que no están muy presentes en las agendas de RRHH, salvo que sean situaciones de extrema gravedad.
Sin embargo, cuando hablamos de cultura organizacional, también hablamos de esto. Cuando se dice casi como un mito que la gente deja los trabajos por los jefes, hay que sumar a la lista las veces que se abandonan por tratarse de ambientes hostiles, para las referidas víctimas. Pero también preguntarse: yo, como gerente: ¿estoy atento a estas situaciones? ¿soy parte del mismo muchas veces? ¿Me sumo a la corriente o sé decir que no y no contribuir a estos acosos?
En definitiva, hay que estar alertas, saber prevenir y detectar todo tipo de bullying , y actuar en consecuencia. En los colegios y escuelas, pero también en las empresas.
Se habla mucho de liderazgo, de lo que es ser un buen jefe o líder, y como se recurre a ciertos rasgos claramente llamativos de la personalidad para describir los perfiles más exitosos.
También se da cuenta de las acciones, de las hazañas casi épicas realizadas por estos gerentes, para describir a un buen líder; se da testimonio de situaciones límites, de momentos rayanos con la vida y la muerte empresarial, para resumir con certeza las características y virtudes de aquellos héroes no anónimos que embanderados en causas trascendentales, han ilustrado con ejemplos grabados casi en sangre, de sus grandes virtudes como jefes o líderes.
Sin embargo…
En la verdadera visión de la gente, en la percepción real de los empleados a cargo, en la estimación de la gente guiada, la clave del genuino liderazgo está muchas veces en la gestión diaria, más que en las grandes hazañas. Las grandes gestas se dan pocas veces en la vida, y cuando se dan, sus efectos son fuertes y medibles, pero nada como el día a día.
Es en el día a día, donde se establecen los verdaderos vínculos. No hay que esperar las situaciones límites para conocer y reconocer a un (buen) jefe. Los jefes son buenos jefes muchas veces con pocas cosas y rutinarias, más que a la espera de la gran ocasión. Esta situación se llama cercanía, y son los jefes cercanos los que hacen la diferencia. Es mucho más importante un jefe que te contenga y te acompañe en la diaria, que aquel jefe que cada tanto y en dosis escasas, te comparte su capacidad de liderazgo.
En definitiva, es en el ámbito de todos los días donde el verdadero jefe se destaca; es en las pequeñas cosas donde se marca la diferencia; y es en el respaldo y contención natural, periódica y espontánea donde los jefes se erigen como verdaderos jefes.
“Las pequeñas sociedades crean grandes equipos”, solía decir el gran DT de Argentina campeón mundial del año 1978 César Luis Menotti . Recuerdo de chico ver los spots realizados por la empresa Esso, donde el DT daba cátedra de fútbol y ponderaba lo importante de tener estas sociedades. El tener un equipo donde 2 ó 3 jugadores jugaran de maravilla o de memoria es uno de los factores de éxito para el posible triunfo en el fútbol.
Ahora bien, ¿se puede replicar en las empresas? Es una utopía pensar que todos los participantes de cualquier equipo de trabajo, todos se llevan excelente con todos. Pueden convivir y tener una buena relación, pero no todos se llevan bien con todos, todo el tiempo.
Pero sí pueden existir esas pequeñas sociedades como identifica Menotti. Es común encontrar que cierta gente se lleva muy bien con otra gente, que se traduce en buenas relaciones pero también en sinergias laborales positivas. Está en el ojo del gerente de turno, poder y saber captar estas “pequeñas sociedades”, para potenciar este fenómeno y así llevar la labor a otro nivel.
Estas sociedades se deber explorar, buscar que pasen, fomentar que trabajen en sociedad, y una vez encontradas, dejarlas “ser”, sin tocar. Es común encontrar a veces como estas sociedades que se generan naturalmente, que sean fácilmente desarmadas con cualquier excusa, sin tener claro lo útil que significa que las mismas perduren una vez establecidas.
En definitiva, ¡bienvenidas las pequeñas sociedades! Gastemos menos energías en pretender equipos perfectos, y prioricemos el trabajo de memoria de las personas de a par. Serán seguramente la plataforma donde construir los mejores resultados futuros.
“El rey desnudo” o “el traje del nuevo emperador”, es un cuento de Hans Cristian Andersen escrito el año 1837 y que relata como 2 comerciantes le vendieron al rey una supuesta tela de gran fineza que aseguraban (era mentira) tenía la especial capacidad de ser invisible para aquellas personas estúpidas o incapaces. Como nadie quería admitir esa condición ni tampoco contradecir al rey, todos afirmaban poder verla, hasta que el propio rey la usó en un desfile, donde un inocente niño dijo: “pero sí va desnudo”, dando cuenta de la verdad.
Esta fábula de hace tantos años tiene su día en muchas empresas aún hoy. Donde se tejen historias y se construyen relatos que tal vez tienen poco de realidad y certeza, pero se sostienen solamente con el fin de no contradecir al gerente de turno.
Es entonces donde el gerente se muestra desnudo, al descubierto y sin una voz contraria que pueda contarle la verdad verdadera: sin niños a su alrededor que siendo parciales puedan espejarle su verdadera situación.
¿Se puede sostener un gerente desnudo? Por supuesto, dado que como en la fábula, es en su mejor interés muchas veces en mostrarse casi infalible. “Por algo sos gerente” es a veces la voz interior que confirma la desnudez, o dicho de otra manera, rechaza la verdad que pueda derrumbar el engaño.
Pero, como en la fábula también, aún con la corte más aduladora que exista, un gerente no puede durar mucho desnudo o para siempre. En un mundo tan competitivo como el de hoy, en algún punto el mercado o los negocios te pasan factura ante tal ceguera. Y es ahí donde la desnudez se hace evidente, los “sí gerente” muestran sus verdades visiones, y el traje que no es traje termina siendo una anécdota. Siendo muchas veces demasiado tarde.
De esta manera, gerenciemos con la mirada contraria de nuestra gente como un activo. Evitemos la tentación de querer vernos como queremos y no como somos, para que nunca nos encontremos desnudos sin saberlo, o con un ropaje que pareciera que nos sienta bien pero en realidad está lejos de ser el adecuado o hasta nos puede hacer quedar ridículos.
Hace muchos años, cuando trabajaba en una sucursal de un banco, conocí a Ricardo.
Ricardo era el segundo del contador de la sucursal: una persona pasados largos los 50 años, de contextura mediana y no muy alto, de carácter tranquilo y con características algo obsesivas. Siempre bien vestido, portaba anteojos de carey tal vez demasiado grandes, se peinaba con gomina (con el cabello tirante para atrás), usaba camisas combinando colores (cuerpo azul y cuello blanco, que en esa época se usaban) y gemelos; era pulcro, amable y correcto.
Pero también taciturno y con un carácter algo oscuro: Ricardo no parecía feliz. Tenía a su padre enfermo (internado en un geriátrico cerca de la sucursal, con una médica casi las 24 hs con él), una pareja estable de toda la vida, y una única hija empezando la facultad.
Ricardo parecía transcurrir los últimos años de su trabajo en el banco de manera un poco triste y casi en silencio.
En el día a día, además, sufría el maltrato del contador de la sucursal (su jefe directo, una persona más joven que él y de carácter fuerte). El contador lo trataba mal, muy mal, lo fustigaba, lo cargaba y lo encontraba siempre en falta. Hoy tal vez sería un escándalo, pero en esa época era más común ver ese tipo de relaciones. Ricardo no reaccionaba, solo a veces esbozaba alguna defensa leve, pero en general bajaba la cabeza y seguía con sus cosas.
Hasta que un día, resultado de la crisis económica (cuando no!), comenzaron los despidos. Los viernes al terminar la atención del público, sonaba el teléfono: llamada desde casa central, alguno era convocado al centro, para llegar a un “arreglo”. No primero, pero en su momento le llegó también su turno: fue convocado Ricardo. Chau, dijimos, pobre Ricardo, que será de de su vida ahora, nos preguntamos, nos preocupamos por él y por su presente y por su futuro.
Resulta que Ricardo hacía un año que mantenía una relación paralela con la doctora que atendía a su papá, quien esperaba un hijo de él de avanzados meses. Cuando fue despedido y cobró su indemnización, Ricardo dejó a su familia y se mudó con la doctora y juntos compraron el geriátrico donde la doctora atendía a su papá.
A los pocos meses Ricardo volvió a la sucursal, para abrir su cuenta en el banco y operar su nuevo negocio. Ricardo era otra persona: su vestir con sus camisas con gemelos se convirtió en camisas también llamativas pero sueltas y por fuera del pantalón; su pelo engominado mutó a suelto y algo largo; sus anteojos desaparecieron; pero por sobretodo, se lo notaba radiante: brillaba con una luz que nunca le conocimos. Nos traía una vez por semana facturas para el personal, y ahora los chistes hacia el contador los hacía él, quien agachaba la cabeza, sin quizás entender muy bien la nueva situación y el nuevo orden de las cosas.
Yo, con menos de 20 años, entendí ahí que cuando uno cree que todo está escrito, nada está escrito. Que a veces el destino juega jugadas increíbles, vueltas de la vida que nos pueden trasladar a lugares insospechados. Que aún la noticia de un despedido puede ser una oportunidad y un gran liberador. Y qué seguramente historias como la de Ricardo son más comunes de lo que uno piensa.
En el mundo de la hiperconectividad, de la hipercomunicación, es muy fácil encontrarse en una charla, en una reunión, o en una clase (incluso en ambientes no de negocios), que la gente deje de prestar atención y se distraiga enseguida con el mundo de atracciones que nos abre el celular en la mano. Con esos hábitos ya arraigados, y para evitar esto, ¿se puede “prohibir” su uso? No. ¿Se puede pedir que no lo usen? Sí, pero es una declamación al viento. En ese contexto y realidad, es por eso que surge “la pausa”…
La pausa es un recurso en el hablar que consiste (según la Academia Española) en una “interrupción de la fonación, de duración variable”. Sin querer queriendo, me di cuenta que su uso puede permitir re encauzar la atención en las reuniones hacia lo que puede ser importante. La pausa es un freno en seco, es convocar al silencio de segundos a la mesa entre tanto barullo discursivo, que lleva a la gente a levantar la cabeza onda “¿Qué pasó?” Empieza generalmente así un efecto contagio: la pausa se extiende y multiplica, buscando asegurarse que todos hayan vuelto a lo importante.
La pausa para que resulte, tiene que ir acompañada de una vista alrededor: mirando a uno por uno, esperando a que cada uno nos regale de nuevo la atención, y que de esa manera se vaya sumando de nuevo a la causa. Bien usado, la pausa tiene ese efecto.
Mi fanatismo actual se justifica en su buen resultado obtenido últimamente, y en la gratificación por el resultado que produce. Pero, como todo recurso, la pausa es una herramienta más que puede ser efectiva, pero tiene sus límites y no puede ser usado siempre o en todo momento. A pesar de esto, sugiero su consideración, porque en el fondo tiene un objetivo noble: volver a prestarnos la atención en vivo y en directo, que no es poco.
De pronto, ese mal jefe, ese gerente “maldito”, nos enteramos casi por casualidad, que tiene una “mascota”, que la trata con cariño. Parece que tiene un lado no oscuro, parece que en otros ámbitos… ¡es una buena persona!
En la misma línea, aquel excelente jefe, aquel ponderado como gran persona, un ejemplo a seguir, una persona que se destaca por su buen criterio y su hombría de bien… de pronto un día muestra un lado oscuro casi desconocido, y tiene un acto que no corresponde con la definición anterior.
Entonces, ¿cómo es? ¿El bueno no es tan bueno? ¿El malo no es tan malo?
Hay una canción de la banda Divididos, en su canción “Que ves”, que dice en una parte “el bien y el mal definen por penal”. Es una buena síntesis de lo que realmente sucede. El bien y el mal conviven en todos nosotros. No existen los 100% buenos, ni los 100% malos. El bien vs el mal es un conflicto permanente en las personas, y porque no en los jefes.
La diferencia está en que en los buenos jefes, el bien gana siempre pero no sin goles en contra. En los malos jefes, pasa lo contrario: la derrota es inevitable, pero no sin antes pelearla un rato, y con algunos goles anotados.
En definitiva, no existen buenos y malos jefes en forma absoluta. La clave está en cómo dominar los demonios internos: no por pecar alguna vez, te convierte en un terrible pecador, pero ojo con que sea la conducta habitual. Siempre el lado bueno es el camino más gratificante, pero nunca el más fácil.
Hay veces que el silencio es muestra mejor arma, el mayor aliciente, la estrategia más adecuada, y la creativa solución tangente ante situaciones que a primera vista piden reacción, voz alta, reclamos y hasta gritos.
En general y a priori, especialmente en reuniones con debate, la mayor tentación y reacción es a hablar. Todos hablamos, todos hablan. Parecería que la clave fuera expresarse, en tener ese minuto pretendido para plantear nuestra posición, queriendo que el otro nos escuche, sin que eso signifique convencerlo de algo. Lo importante es tener y ejercer el derecho a hablar.
No hace tanto me encontré en una situación típica de las arriba expuestas. Pero, y no sé bien por qué, pero en lugar de hablar, decidí no hacerlo: me llamé a silencio. Silencio “stampa”, silencio en serio. Dejé que las palabras sean de otros. Las mías se guardaron por un rato con un mutismo absoluto. Fue impactante el resultado para mí: me permitió aislarme por un rato, contemplar las cosas con otra mirada, dejar el hablar por hablar para dar forma al aporte inteligente, y salí al rato de ese mutismo con una fuerza e inteligencia casi suprema. Fue el silencio inteligente que me permitió dar 2 a 3 pasos para atrás, para avanzar con contados pasos hacia adelante.
En definitiva, no siempre que podamos hablar sea que tenemos a hablar. El silencio nuestro potencia el escuchar interior y exterior. Permite salir del opinar de todo y ya, para ir hacia el aporte más esporádico pero más inteligente. Ejerzamos sin vergüenza el derecho a no hablar, con firmeza y decisión, que seguro nos traerá luego la palabra más adecuada y cierta.
¿Tu gente a cargo trabaja en equipo? Pero, ¿qué es trabajar en equipo?
Trabajar en equipo NO es hacer reuniones grupales.
Trabajar en equipo tampoco es mandar mails y copiar a todos.
Trabajar en equipo es otra cosa.
El trabajo en equipo es un gran desafío porque la gente “naturalmente” tiende a aislarse, a encasillarse en silos, a trabajar priorizando la individualidad, buscando el lucimiento personal y más cuando se está en algún track de carrera y desarrollo personal.
El verdadero trabajo es entonces uno de los grandes desafíos de las empresas y de los grupos, y pone en juego las habilidades de un verdadero líder.
¿Qué implica entonces trabajar en equipo? Que se definan objetivos concretos, que se marque un plan de acción, que se detallen las actividades para lograrlo, que se designen las tareas a realizar y que las mismas sean compartidas, complementarias, enriquecidas del aporte de unos y otros. Que las partes se sumen, para enriquecer el trabajo final, y que estos aportes y tareas se realicen SIN la presencia del jefe (es decir, que la gente trabaja SOLA). Si la gente solo es un grupo 1 hora por semana y en una reunión, claramente no es suficiente.
En definitiva, el verdadero trabajo en equipo es un gran desafío porque requiere que la gente sea un equipo en serio sin la mirada constante de un jefe mandante; estos equipos encuentran su madurez cuando esto se da naturalmente, y cuando descubren en forma orgánica que lo mejor es hacerlo así, en grupo, dejando la individualidad. Si esto pasa, tenemos al jefe (grupal) más eficiente (y feliz) del mundo.
Todo el mundo habla de la revolución digital. Que la tecnología ha cambiado todo, que es importante rever la forma de operar, que los nuevos modelos de negocios se comen a los modelos “arcaicos”; que lo que iba por acá, ahora va por allá, que el mundo mira para otro lado… y que el valor está en todo lo nuevo.
De esta forma, si sos parte del viejo mundo, fuiste, porque sólo lo nuevo vale la pena. Todo con sentido de urgencia, de ya.
Así surgen las recetas mágicas, que obligan a repensar todo: el mensaje es hay que cambiar, que hay que transformar. En ese sentido, y con el cartel que nos convenga (agilidad, digital, innovación, tecnológico, etc.), el tema estratégico, el foco y el mundo de los negocios se juegan sus fichas, a cambiar las cosas, a tener que transformar.
Lo peor de todo es que los pregoneros de estos cambios urgentes, seguramente tienen razón. La tecnología y su impacto casi letal ha llegado para quedarse (sobran los ejemplos alrededor), pero igual y a pesar de todo ese discurso, y a pesar de los intentos realizados, las cosas no cambian como se querrían…
¿Por qué?Porque las transformaciones …duelen.
Las transformaciones, como su nombre lo indica, son acciones que requieren cambiar, modificar, dar vuelta formas, procesos, creencias y metodologías muy instaladas. No son acciones poco ambiciosas, al contrario, son cambios profundos, muy profundos, que no son totalmente inocuos. Todo lo que requiera transformar, para que sea efectivo, no basta con un nombre marketinero o atractivo. Requiere un compromiso cierto con el cambio, y ese cambio no es menor: es doloroso, es desafiante, es significativo, y en algunos casos muy intimidante y resistido.
De esta forma, entendamos con realismo y sinceridad lo que significa una transformación. Dejemos de lado el discurso de las palabras atractivas, para ahondar en los desafíos del alcance de cambiar en serio. Solo con vocación realista de transformación, es que lograremos transitar el dolor con éxito; y ojo, porque sino se hace, la supervivencia de los negocios puede estar en juego.
Hay un aspecto que cruza todos los aspectos de la vida y también al de los negocios.
Es el aprender a aceptar que se perdió (que da título a la nota).
Siempre se habla de las enseñanzas que nos deja el perder, que debemos tomar lo bueno de esas circunstancias, repasar lo que salió mal y extraer de esas vivencias pistas para no pisar el palito nuevamente.
Pero hay un acto, un gesto antes de la reflexión post pérdida: es el saber aceptar el perder. Ese aceptar no es reflexionar sobre la pérdida, sino simplemente entender que ya está, “perdiste”: que no tenes chances de dar vuelta la cosa, de cambiar el rumbo, de modificar el juego, de revertir el resultado negativo.
Es el momento del gran dolor, del saber que ya está, que no hay vuelta atrás, que lo que se proyectó ya no va, que no va a suceder. Incluso teniendo razón, toda la razón, o incluso bajo el manto de la verdad, o con la justicia de nuestro lado. No importa: si es ya pérdida, hay que aceptar el destino, las circunstancias, el final.
Insistir, creer que se puede, puede muchas veces ser llamado tenacidad, constancia y garra. Pero también necedad, ceguera y suicido (propio o colectivo).
En definitiva, el aprender a aceptar que se perdió, cuanto antes y a tiempo, nos permite tirar la toalla antes, evitando la paliza, dándonos la chance de alguna revancha tal vez en el futuro. Si sostenemos la pelea demasiado, quedamos tal vez tan golpeados que no servimos ya para otro intento. Pensemos entonces que, a veces, el saber aceptar perder puede ser, tal vez, una jugada ganadora.
No hay que ser psicólogo para saber y entender que los hijos son resultado de sus padres. Lo vemos en el alrededor, y también en nuestra propia familia. Los hijos captan, se nutren, se educan, emulan, copian y representan todo lo que como padres les inculcamos a ellos (en forma consciente e inconsciente). Es más, en esa formación, no todos los hijos son iguales, ni nosotros somos iguales para con nuestros distintos hijos. El “culpa” del título no es adrede ni mal intencionado. Es una simplificación de lo que se da en la vida real: mucho de lo que son nuestros hijos, es resultado de lo que hicimos con ellos.
En el mundo de los negocios, es muy común escuchar como jefes o gerentes, se “quejan” de su gente a cargo, endilgándoles falta de compromiso, poco foco en el trabajo, cierta indiferencia y poca responsabilidad y muy ligero arraigo a las cosas, lo que lleva a desencantos, cambios, frustraciones y sobre todo grupos que no performan lo que deberían o se quisiera.
Ahora bien, y trazando una línea entre las psicología y el management… ¿es siempre “culpa” de la gente? O como en el caso de las familias, donde la responsabilidad es de los padres…¿no será que la “culpa” es primariamente de los jefes?
Es fácil echarle la culpa a la gente subordinada (y con mucha razón se podría argumentar que la gente ya es adulta, y no niños como en el caso de ser padres), pero ¿cuánto es resultado de las debilidades de liderazgo? O acaso, ¿no influye en la gente la forma de tratarlos, guiarlos, capacitarlos, entenderlos y educarlos? ¿Nos equivocamos si argumentamos con certeza, que también “la culpa” es de los gerentes?
En definitiva, antes de esgrimir el argumento de que la culpa es del tercero, miremos antes que hemos hecho nosotros para llegar a esa situación. Cuanto de eso es parte de nuestro manejo con la gente, cuanto podríamos hacer que no hicimos y debería hacerse, y tener más que presente que nuestro impacto en ellos es muy poderoso, muchísimo.
Es la propuesta que se escucha generalmente a la hora de querer evaluar una inversión, un negocio, un proyecto. Es un ejercicio matemático/económico/financiero, para entender si la inversión que se realiza “vale la pena”, se repaga y en cuanto tiempo eso ocurre.
Por supuesto, como es un modelo, es una simplificación de un negocio, y contiene certezas por un lado, pero también supuestos (con más o menos grado de certeza). Algunos de estos supuestos son débiles, dados que son supuestos de situaciones totalmente ajenas o susceptibles de cambios drásticos debidos a la empresa, al proyecto o al contexto. Son entonces ejercicios analíticos adecuados, pero seguramente no suficientes para una toma asertiva de decisión sin riesgo.
Pero lo más interesante, es su escasa vida útil y su rápido olvido. Sinceramente: ¿los business case se guardan, atesoran y se convalidan en el tiempo? He visto muy pero muy pocos casos donde, pasado el tiempo y los años, se valida y compara lo que se pensó en su momento vs lo que pasó realmente. El ejercicio de ver si lo que se supuso en su origen se concretó en la realidad, es un acto que parece no ser necesario o que tenga valor. La decisión ya se tomó: listo.
Propongo humildemente que los business case tengan una vida larga y más útil que la actual. Que no sea sólo un ejercicio inicial fundamental, para luego pasarlo al olvido, sino que sigan siendo una referencia siempre.
En definitiva, mantengamos vigente el business case de origen, no sólo para entender el desvío real, sino como gran lección y fuente de aprendizaje.
Siempre me gustaron los perfiles de aquellos jefes o gerentes, que piensan que el objetivo es una consecuencia y no el eje central de la gestión. Aquellos gerentes que se involucran en el cómo, que aportan en el que hacer para lograr resultados y que aportan valor para su equipo al momento de actuar, sin monopolizar la atención o no solo haciéndose lo que él dice.
Un jefe que sólo está para definir objetivos, y poner presión para que se cumplan … es un jefe incompleto.
Exigir, ordenar, mandar, “presionar”… es una tarea, pero no es la única o principal. El gerente debe sumar a ese mandato de ejecución y mando, una tarea de asesorar y direccionar, de ayudar a que se cumplan los objetivos (demandantes o no).
No basta con exigir, porque al final de cuentas, el cumplimiento de los objetivos no depende tanto de la arenga, el grito o la insistencia en su cumplimiento, sino en todo lo que se haga (se posibilita, se induzca, se favorezca y guíe) para que pase. Si eso se cumple, la concreción de los objetivos es solo consecuencia del buen trabajo.
En definitiva, los objetivos son importantes, su imposición es necesaria, pero el verdadero jefe debe tener como prioridad su propia responsabilidad en cómo hacer que las cosas pasen, sumando su impronta en ese proceso.
Dejando de lado el costado espiritual, si sucede en los negocios … no siempre conviene.
Existe una simplificación (mezcla de mensaje motivante/justificación, pero con algo de negación), de que si algo pasa en los negocios o en la vida profesional, es porque en el fondo, estas cosas pasan “por algo”, y que siempre ese algo, entrevera y esconde algo que va a ser bueno … alguna vez (a futuro, tal vez). Puede pasar cuando se hace una inversión fallida, o se toma una decisión empresarial poco exitosa, o en lo personal, ante la no concreción de una promoción hoy o al ser despedido en una empresa. El presente negro hoy se alivia con la promesa de que ese algo va ser luminoso, algún día.
Esta forma de ver las cosas puede funcionar emocionalmente, pero (lamentablemente) en los negocios, no siempre es así. No todo lo que sucede (por error, omisión o por impericia o por simple mala suerte) es siempre porque conviene. Al contrario, a veces NO conviene, para nada, y puede ser que tengamos un presente complicado y un futuro nada auspicioso. La promesa de un futuro bueno ante un hecho no positivo hoy, puede ser la segunda parte de una peor noticia, y lo único que puede generar esa escondida esperanza es más frustración y desengaño.
De esta manera, lo mejor que se puede hacer ante un hecho negativo, es tomarlo como es, aceptarlo, pasar el “duelo” (aunque duela y mucho), bancarse el mal trago (ahí se ponen en juego aquellos sostenes de la personalidad como la tolerancia, la resilencia, y la templanza), y mirar al futuro como lo es: como un capítulo más de lo que es el recorrido profesional, con sus sabores y sin sabores. Si lo hacemos así, tal vez, el futuro sí nos dé una buena noticia, y lo que sucedió, al final … convino.
Hace unos años trabajaba en una empresa que dependía de Brasil. Viajaba seguido para allá, para acordar ciertas cosas con los que eran mis “colegas regionales”, siempre buscando ayuda y recursos. La respuesta era siempre un amplio “sí, sí, si”, pero grande era mi frustración cuando volvía y esperaba esa ayuda… que nunca llegaba.
Hace poco y en un trabajo de un cliente presencié un deja-vú de esa situación: un empleado pidiéndole a su jefe una definición y una gestión, y el jefe le decía el clásico: “Sí, sí, sí”. Nunca pasó lo que le pidió.
La verdad es que ese “sí, sí, sí” enmascara un tímido y poco valiente NO. Es un sí que quiere decir NO, pero no se quiere delatar con toda la franqueza. Es un sí para ganar tiempo, es un sí que compromete sin comprometer, es un sí que distiende ahora pero solo posterga las cosas.
Tengamos plena referencia de nuestros Sí y de nuestros NO. Sí, es sí, y No es NO. Sin atajos o desvíos gramaticales. Erradiquemos de nuestro accionar los intermedios sin sentido, y trabajemos con más franqueza, aunque nos cueste un poco. Eso es mejor que ir dilapidando “Sís” sin compromiso.
El mundo de marketing y de los medios ha descubierto ya hace tiempo el valor de la emoción como parte del discurso y del contenido de cualquier formato. El lograr emocionar, conmover, movilizar y sensibilizar a la gente es una forma probada para llamar la atención.
Contar historias (storytelling), de personas con vidas interesantes, acompañadas por escenarios intimistas, música de piano o violines con la melodía correcta, y conductores empáticos con las preguntas justas… todo juega para poder disparar la emoción en las audiencias. Super efectivo.
Como si fueran series on demand, existe un delivery algo exacerbado de emociones a flor de piel. Todo rumbea para ese lado. Cual gran reality de la vida, se nota que el “querer emocionar” es lo único que se pretende o importa. ¿Hasta cuándo puede funcionar este recurso? ¿Es un recurso limitado?
Puede haber entonces una posible saturación del recurso, llevando a que se juegue fuerte (demasiado) para provocar emoción, con situaciones cada vez más extremas (inclusive apelando a golpes bajos, muy bajos) o en contextos donde la emoción puede sonar forzada o fuera de lugar.
En definitiva, es importante recordar que la emoción es un recurso, un recurso hermoso, pero no único: como todo en el marketing, nada es cierto, nada es para siempre, y lo que hoy sirve mañana puede ser que no.
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