No nos gusta la verdad o la sinceridad plena.
Nos gusta que nos engañen, que nos mientan. Aceptamos que las fotos de los hoteles sean una cosa en las páginas web, y que la realidad otra. Aceptamos que la ropa de moda sea usada por modelos de impresionante físico, y no por gente común (que es la que la termina comprando). Le creemos a los testimonios supuestamente verídicos de médicos y dentistas sobre las verdades de usar tal o cual producto.
Nos gusta pensar que aquel famoso deportista eligió por motus propio ese pan de mesa, ese celular de marca impronunciable y esa marca de shampoo para la caspa, y queremos ser EL un ratito, aunque sea usando y comprando lo que el famoso pregona.
Queremos creer que las cosas se resuelven por arte de magia, que los productos de limpieza dejan todo reluciente sin mucho esfuerzo, y que en esa tienda de comida rápida las fotos son tan reales y se ven deliciosos como nos hacen creer.
Aceptamos también que el hecho de llamarnos por nuestro nombre en una tienda involucra un vínculo y amistad, y que el hola y hasta luego con sonrisa de ese empleado de hotel es sincero porque le despertamos admiración y simpatía en esos pocos minutos que intercambiamos unas palabras.
Todo eso pasa. Somos seres engañados, y nos gusta que así sea. Somos muchas veces básicos e ingenuos. Seguimos tendencias impuestas por alguien y pretendemos sentir y ser diferentes comprando lo mismo que la mayoría. Hasta nos sentimos un poco más importantes con algo material encima o circulando en un auto de alta gama.
Es que en definitiva, somos seres humanos y no racionales. Actuamos con la emoción y reflejo y no con una conducta calculada. Somos predecibles, vulnerables y accesibles. Nos equivocamos y mucho, y con una permeabilidad a flor de piel. Somos lejos de ser perfectos.
¿El marketing tiene que ver con esto? Por supuesto. Descifra estas inconsistencias o realidades, para lograr que consuma tal o cual cosa. No inventa esta verdad, sino que se nutre de ella, para que se dirija a lo que el especialista de turno quiere que uno haga. No siempre lo logra, pero al menos intenta.
Pero tal vez, y lo más importante de entender, es que ese engaño sometido y aceptado no siempre es lineal y universal. La receta de ese “engaño” no es siempre la misma, puede cambiar, volviéndose errática y poco eficaz. Nunca podemos decir que la misma receta se aplica siempre con éxito: lo que antes funcionaba hoy puede dejar de serlo mañana. El engaño muta y la gente cambia de parecer.
En definitiva, en un mundo del engaño perpetuo, la realidad indica que el mismo es cambiante. Es un engaño pensar que el engaño es simple y por ende el marketing es una simpleza. Al revés, es bien complejo: complejo y contradictorio, como es el mismo ser humano.