Hace unos años uno de mis primeros proyectos fue con una empresa de servicios. Una empresa con un excelente producto y prestaciones, pero con bajos resultados comerciales. La gente que la conocía y usaba la quería y era fiel, pero en su nombre la empresa tenía un problema: su nombre resultado de siglas, daba semánticamente un significado muy negativo, que hasta despertaba risas (real). Estudios de mercado lo ratificaban con creces.
En el trabajo realizado, se llegó a un punto de decisión: ¿cambiar el nombre? La sugerencia consultoril indicó que sí, y la respuesta del otro lado fue: “No sé, puede ser, tráeme alternativas”…para ser finalmente “no“. Tan no fue, que se terminó la relación y el asesoramiento: en resumen, no fue bien recibida la propuesta de cambio y eso dio fin al trabajo.
Pasó el tiempo y hace poco, un posteo en Facebook de un amigo me recordó el tema: literalmente, este amigo se sacó una foto con el cartel de la empresa atrás, preguntándose en forma sarcástica: ¿a quién se le ocurrió este nombre?
La anécdota me confirmó que el nombre sigue vigente, y me recordó las peripecias vividas. Me remitió a la afirmación del título: ¿hasta dónde resiste, la resistencia al cambio? ¿Puede ser tal la ceguera que produce, que no permite ver hasta lo más obvio? Ya sea por comodidad, por temor o por imprudencia, lo cierto que el cambio no se produce por indicaciones de afuera, ni siquiera con consumidores a los gritos pidiéndolo. El cambio es cambio cuando puede superar las resistencias propias. En la mayoría de las veces, el modo status quo suele prevalecer, y el cambio tarda o nunca ocurre. En mi rol de consultor, lo subestimé completamente.