Hace muchos años, cuando trabajaba en una sucursal de un banco, conocí a Ricardo.
Ricardo era el segundo del contador de la sucursal: una persona pasados largos los 50 años, de contextura mediana y no muy alto, de carácter tranquilo y con características algo obsesivas. Siempre bien vestido, portaba anteojos de carey tal vez demasiado grandes, se peinaba con gomina (con el cabello tirante para atrás), usaba camisas combinando colores (cuerpo azul y cuello blanco, que en esa época se usaban) y gemelos; era pulcro, amable y correcto.
Pero también taciturno y con un carácter algo oscuro: Ricardo no parecía feliz. Tenía a su padre enfermo (internado en un geriátrico cerca de la sucursal, con una médica casi las 24 hs con él), una pareja estable de toda la vida, y una única hija empezando la facultad.
Ricardo parecía transcurrir los últimos años de su trabajo en el banco de manera un poco triste y casi en silencio.
En el día a día, además, sufría el maltrato del contador de la sucursal (su jefe directo, una persona más joven que él y de carácter fuerte). El contador lo trataba mal, muy mal, lo fustigaba, lo cargaba y lo encontraba siempre en falta. Hoy tal vez sería un escándalo, pero en esa época era más común ver ese tipo de relaciones. Ricardo no reaccionaba, solo a veces esbozaba alguna defensa leve, pero en general bajaba la cabeza y seguía con sus cosas.
Hasta que un día, resultado de la crisis económica (cuando no!), comenzaron los despidos. Los viernes al terminar la atención del público, sonaba el teléfono: llamada desde casa central, alguno era convocado al centro, para llegar a un “arreglo”. No primero, pero en su momento le llegó también su turno: fue convocado Ricardo. Chau, dijimos, pobre Ricardo, que será de de su vida ahora, nos preguntamos, nos preocupamos por él y por su presente y por su futuro.
Resulta que Ricardo hacía un año que mantenía una relación paralela con la doctora que atendía a su papá, quien esperaba un hijo de él de avanzados meses. Cuando fue despedido y cobró su indemnización, Ricardo dejó a su familia y se mudó con la doctora y juntos compraron el geriátrico donde la doctora atendía a su papá.
A los pocos meses Ricardo volvió a la sucursal, para abrir su cuenta en el banco y operar su nuevo negocio. Ricardo era otra persona: su vestir con sus camisas con gemelos se convirtió en camisas también llamativas pero sueltas y por fuera del pantalón; su pelo engominado mutó a suelto y algo largo; sus anteojos desaparecieron; pero por sobretodo, se lo notaba radiante: brillaba con una luz que nunca le conocimos. Nos traía una vez por semana facturas para el personal, y ahora los chistes hacia el contador los hacía él, quien agachaba la cabeza, sin quizás entender muy bien la nueva situación y el nuevo orden de las cosas.
Yo, con menos de 20 años, entendí ahí que cuando uno cree que todo está escrito, nada está escrito. Que a veces el destino juega jugadas increíbles, vueltas de la vida que nos pueden trasladar a lugares insospechados. Que aún la noticia de un despedido puede ser una oportunidad y un gran liberador. Y qué seguramente historias como la de Ricardo son más comunes de lo que uno piensa.