Hace no tanto presencié en un cliente una situación no habitual. En una presentación de rutina, un empleado presentó algo fuera de agenda, donde en su contenido proponía cambios y sugerencias de renovación, no sin incluir algunas críticas a la gestión de sus superiores. Contenido bien pensado, discutible seguro, con algo de controversial y para nada validado antes. Fue un golpe de efecto, que no fue bien recibido, por ser sorpresa y porque nadie lo pidió. “Desubicada” fue la palabra que describió esta situación.
En general tengo especial simpatía para las personas que en los trabajos son los que se podrían llamar los menos “obedientes”, aquellos que se manejan con menos pruritos o vergüenza, y que tienen el coraje para saltarse ataduras y expresar lo que creen y sienten. Siempre con respeto, en forma educada y con el espíritu de sumar.
Sin embargo, este parecer no es el compartido muchas veces en todos los lugares (como en el ejemplo arriba descripto). Es que hay una serie de doble mensaje en las empresas: se pretende y quiere que la gente tenga libertades para emprender, opinar y compartir sus opiniones sin resquemores… pero cuando lo hacen son tildados de rebeldes, desobedientes o poco alineados.
De esta forma, se convive con la necesidad de que la gente haga caso (sino sería el caos), pero en paralelo con la urgencia del permitir pensar más allá de lo normado, del salir un poco de lo estructurado, para dar rienda a las ideas nuevas o dar la bienvenida a la diversidad y la inclusión.
¿Se puede sostener ambas? Por supuesto, hoy es un deber ser. Pero sólo y sólo si, si aceptamos que no existe una única verdad, que el pensar distinto tiene que ser una ventaja organizacional, y que en este camino puede pasar que nos enfrentamos y soportemos cosas dichas por otros (aún de escala menor en la jerarquía) que no nos gusten nada o poco. Pero de eso justamente de eso se trata. El abrirse a cosas fuera de programa no es una desubicación, sino parte de la construcción de mejores lugares para trabajar.