El otro día me crucé con este chiste y me encantó, ideal para compartir.
Coca Cola nos hizo creer que destapando una bebida, en realidad destapábamos felicidad; y en esa línea, las marcas en mayor o medida han abierto la pandora de la emocionalidad para rodear a sus propuestas de valor, de componentes cada vez más emocionales. Tiene sentido: ante tanta competencia, la definición debe estar por algún lado, y que mejor que ir a nuestra parte irracional para desempatar los partidos y ganar con nuestro mensaje más elevado y emocional.
Pero …
Como todas las tendencias, tienen en sus extremos los peligros. En este caso el peligro evidente es exagerar sobre el alcance y realidad de lo que hacemos o vendemos. No todo es tan emocional, no todo tiene beneficios tan elevados, no todo nos cambia la vida, no todo da para lagrimear, conmovernos y emocionarnos.
A veces sí; pero a veces vendemos productos que solo tienen fines más específicos y racionales. Asimismo, los consumidores a veces tampoco viven con la emoción a flor de piel cuando recorren de apuro las góndolas de un super o buscan por precio aquel producto en el mundo de Internet.
Por lo tanto, está bueno entender el real alcance de nuestro marketing. No todo es tan idílico o extremo como vender felicidad: a veces, cumplir con un producto funcional alcanza (lo que no es poco).