Como profesor, hace años recibo a fin de cada cursada una devolución (anónima) de los alumnos. En general es una buena instancia, donde te marcan lo bueno y lo malo, lo que les gustó y lo que estiman que debe mejorarse.
Pero, cada tanto me llega una devolución donde algún alumno se “queja” de la carga de trabajo, de que la demanda de lecturas y trabajo es “alta”, que se enmarca en un curso “demasiado exigente” y otros comentarios en esa línea.
Esto me lleva siempre a preguntarme: ¿Qué debería hacer yo con estas devoluciones? La primera tentación, para lograr el beneplácito del alumno demandante, sería el bajar la carga y la exigencia. Ahora, ¿eso es realmente lo que debería hacer?
En estos días fui a buscar un libro que leí hace muchos años, “El hombre mediocre”, de José Ingenieros. Releyendo algunos de sus párrafos, reforcé la convicción de la tarea central de un profesor, y reafirme la necesaria necesidad de evitar la tentación de caer en cualquier casillero de mediocridad.
Es que el ser profesor en cualquier casa de estudio es un acto de responsabilidad. Es una responsabilidad grande, que debe llevar a no claudicar nunca en la función última de impartir y compartir conocimiento. Inculcando el hábito del pensamiento crítico y del aprendizaje continuo en los alumnos, sabiendo que toda instrucción requiere el sacrificio de tiempo y esfuerzo.
Si pregonáramos algo distinto, si aflojáramos en estos principios, seríamos cómplices de decadencia y llevaríamos a ostentar merecidamente el rótulo del título de la nota. Gracias por la devolución, pero NO gracias.